sábado, 3 de diciembre de 2011

El malentendido en el drama

Por Jorge Palant
“La ética del análisis (…) implica, hablando estrictamente, la dimensión que se expresa en lo que se llama la experiencia trágica de la vida. (…) Digamos, en una primera aproximación que la relación de la acción con el deseo que la habita en la dimensión trágica se ejerce en el sentido de un triunfo de la muerte.
La dimensión cómica está creada por la presencia en su centro de un significante oculto, pero que en la comedia antigua está ahí en persona- el falo .(…) El falo no es sino un significante, el significante de esa escapada. La vida pasa, triunfa de todos modos, pase lo que pase. Cuando el héroe cómico tropieza, se ve en apuros, pues bien, el pequeño buen hombre empero todavía vive.
Lo patético de esta dimensión es, lo ven, exactamente lo opuesto, la contrapartida de lo trágico. No son incompatibles, porque lo tragicómico existe. Aquí yace la experiencia de la acción humana.
Jacques Lacan

“No digo que el verbo es creador. Digo algo muy distinto porque mi práctica lo trae consigo: digo que el verbo es inconsciente- o sea, malentendido”.
Jacques Lacan

Intentaremos alguna articulación entre dos epígrafes separados por veinte años de enseñanza en los Seminarios de Jacques Lacan. Tal articulación no pretende un recorrido que ubique puntos de referencia en el trayecto de esos veinte años. Apunta a que la lectura de cierta literatura dramática, al hacer énfasis en los efectos del malentendido sobre los sujetos implicados en él, lo subraye como un inevitable efecto de lenguaje. Los géneros dramáticos dicen de su construcción y desenlace. (*)
La práctica analítica, en tanto práctica de lenguaje, no cesa de confrontarnos con el malentendido (1). Es el inconsciente mismo el que está implicado, más allá de la anécdota en la que parezca emerger. Que Lacan haya dedicado años de su enseñanza a devolverle al lenguaje los resortes de la significación a través de sus operaciones metafóricas y metonímicas, nos abre la pregunta por el malentendido más allá de la significación, en el sentido de las vicisitudes en las operaciones que actúen sobre ella. Por estructura, el malentendido tiene presencia, siempre. El hecho de que se hable da cuenta de esa presencia. A veces se denuncia, como si sus rasgos se dibujaran con líneas recargadas. Pero también parece no estar. Como si sus rasgos se perdieran en un modo del lenguaje que, más allá de toda intención, pareciera ocultarlo (2). “Admito que el lenguaje puede servir para una comunicación sensata”, dice Lacan en su Seminario del 10 de junio de 1980, antes de su viaje a Caracas.
El pasaje del significante a la letra, que en su obra va centrando las coordenadas del goce, delimita al mismo tiempo y bajo las mismas coordenadas el efecto devastador de algunos significantes que no necesitan estar reprimidos para mortificar al sujeto. Es la repetición, más allá del principio del placer. No son las voces que atormentan al psicótico, sólo significantes al que una y otra vez el sujeto es reenviado. Ahí hay algo trágico: lo sin salida de significantes que por sí mismos parecen segregar una única significación. No es la psicosis, no es el goce masoquista (aún cuando el masoquismo pueda atravesar cada instancia de lo que se sufre); suele ser el prólogo a un pasaje al acto o a un acting; es la pérdida de dialéctica entre el sujeto y el Otro dada por una falla en la operación del Nombre del Padre. Que la palabra pacifique el enfrentamiento imaginario implica que el Nombre del Padre opera en el malentendido: el inconsciente que circula. Diríamos un malentendido en calma, que no excluye la angustia pero que no es lo mismo que la desesperación, cuando esta transita lugares fallidos de aquella operación no congelados en el síntoma. Operación en acto, imaginarizada, en el final de “Despertar de primavera”, la obra de Frank Wedekind en la que El Enmascarado, escrito con mayúscula en tanto es un nombre más que la descripción de un rasgo, salva del suicidio a Melchor, a punto de realizarlo por haber sido conducido a un camino que parecía no tener otra salida que responder con la muerte a un llamado que desde la muerte su amigo Mauricio le hacía.

¿Cómo ubicar el malentendido en ese espacio de oferta de goce al deseo de muerte, cuando lo que hay en el sujeto es una certeza que no anida en la paranoia? Malentender esa certeza es el difícil trabajo del analista (3).
Lacan dedica la sexta clase del Seminario que llamará “Disolución” al malentendido. Identifica el inconsciente y el malentendido. Decir inconsciente es decir malentendido. Nos dice que es “su práctica” quién lo conduce. Y también, quizás, el pasaje de Raymond Queneau a Beckett.
El largo epígrafe, que condensa la página 373 del Seminario “La ética del psicoanálisis”, nos abre las puertas del malentendido hacia un recorrido por la literatura dramática, a través de la manera en la que aquél produce sus efectos en el sujeto de la tragedia y en el de la comedia.
Tomaremos dos textos teatrales: una tragedia clásica (Otelo), y una comedia, también clásica (Sganarelle o El cornudo imaginario). Shakespeare y Molière.


Otelo **

(…)Cuanto de ellas sabemos o suponemos, no quiero ilustrarlo, por razones obvias, en casos de la práctica médica, sino en personajes que la creación poética ha hecho surgir de un profundo conocimiento del alma humana
Sigmund Freud


“Otelo” es una tragedia clásica. Digamos, a cuenta del recorrido por hacer, “Otelo” o “Las vicisitudes de un pañuelo”. Necesariamente incluiremos los puntos centrales de su argumento; el núcleo de nuestro interés es el cómo de la construcción y la resolución del malentendido.
Sabemos que en la tragedia hay una significación que opera como la revelación de una verdad inapelable. A diferencia de la tragedia antigua, la tragedia clásica no necesita del efecto de los dioses sobre los hombres. Alcanza con que un hombre actúe de determinada manera sobre otro, por acción de las palabras y por las acciones que estas favorecen. Ubiquemos en el punto de partida el pañuelo de Desdémona, un significante que actúa sólo en su dimensión de signo, significando algo para alguien, siendo ese alguien tanto la víctima (Otelo primero, Desdémona después) como el victimario (Yago).
La obra empieza con la declaración de odio de Yago hacia Otelo con Rodrigo, un desteñido aspirante al amor de Desdémona como confidente, a partir de que aquél ha nombrado teniente a Cassio en lugar de hacerlo con el propio Yago, quién así se ve obligado a mantener su condición de alférez, “el que lleva la bandera durante las acciones de guerra”, herida narcisista para un hombre más amante de la guerra que de las mujeres. A partir de esa primera declaración, Yago va desplegando su genio para construir un Mal ausente de cualquier protocolo, creando una y otra situación a cual más incómoda sobre Otelo, de quién, por otra parte, se muestra cada vez más leal: de lo que se trata es de hacer caer en desgracia en principio al Moro, y también, efecto inevitable, a Desdémona y a Cassio. El primer intento con el Moro no le resulta (denunciar a los gritos que Otelo y Desdémona son amantes, situación que se resuelve cuando estos reconocen que, en secreto, se han casado, y Brabancio- el padre de Desdémona- no tiene más que aceptar, contrariado, ya que Otelo es un héroe para la Serenísima en su lucha contra el Turco.). El intento a través de Cassio sí le resulta, al hacerlo perder crédito ante los ojos de Otelo por haberse dejado conducir por Rodrigo, enviado expresamente por Yago, a una pelea callejera en la que Cassio termina, ebrio- producto de la intencional insistencia de Yago- hiriendo a Montano, gobernador de Chipre. Otelo se ve llevado a quitarle la distinción de la que lo había hecho objeto, y Cassio deja de ser su teniente: el Mal empieza a dar frutos y encontrar sus puntos de anclaje. Que se refuerzan en el segundo acto, a partir de una escena en la que, en tanto caminan, Yago infiltra en Otelo la sombra de la duda respecto a la fidelidad de Desdémona “por su manera de hablar con Cassio”. Digamos, en este punto, que la continuidad de la escena en la que Cassio cae de la gracia de Otelo es, por parte de Yago, acercar a Cassio la alternativa de obtener a través de los oficios de Desdémona lo que ha perdido de Otelo: ella podría interceder en su favor. Yago teje una doble vía, incitando por una parte lo que denuncia como traición por la otra. La escena culmina con la llegada del Moro algo agitado a su casa, con Desdémona que lo recibe para consolarlo, y, para secarle la transpiración de la frente (que Otelo aprieta con significativa insistencia), utiliza el pañuelo que el Moro le había regalado. Pañuelo que cae, azarosamente, y que Desdémona no recoge, en tanto no ha notado su caída. Quién lo recoge es Emilia, la mujer de Yago y doncella de Desdémona, que habrá de tener un papel preponderante a partir de este momento y sobre el final de la pieza. En esa escena aparece el pañuelo, y a partir de ahí la tragedia se construye en torno suyo. Ahora bien, ¿cuál es la historia del pañuelo? Otelo se lo ha regalado a Desdémona. Es un objeto precioso para él, lo había heredado de su madre “a quién se lo había dado una mujer egipcia”. Algo de la raigambre mora, algo del amor de una madre hacia su hijo se depositan en el valor de ese objeto. Emilia recoge el pañuelo caído y recuerda que Yago se lo había pedido “en más de una oportunidad”. Habrá de ser esa, ya que cuando encuentra a Yago se lo da. De inmediato, Yago le susurra al Moro el destino del pañuelo, “el lo ha visto en la habitación de Cassio”. Encuentra de esta manera una respuesta al pedido de Otelo “Quiero ver, quiero ver alguna prueba…”. La escena se cierra con el movimiento de Yago hacia la habitación de Cassio para dejar en ella el pañuelo: Yago le ha dicho a Otelo lo que todavía no había sucedido.
El resto funciona de acuerdo a la estructura de las tragedias: algo se pone en marcha y es imposible detenerlo. El sujeto se pierde detrás del recorrido que le es impuesto (4). Son los acontecimientos los que lo llevan, aún cuando crea que es él quien los determina. No hace sino correr detrás de una sombra de sí mismo en la que cree deletrear un saber que enmascara la forma del des(a) tino al que habrá de someterse. Envuelto en la significación que ha caído sobre el pañuelo, multiplicada por la visión de Cassio sobre Desdémona (aquél insiste en la sugerencia de Yago, y Desdémona, mujer honesta y bondadosa, cumple su función intercediendo sobre Otelo y ajustando- sin saberlo- la manos del Moro sobre su cuello). Cuando Otelo decide y prepara la muerte de Desdémona, el pañuelo pasará a primer lugar en la escena. Habrá de condensar todas las significaciones que se tejieran a su alrededor en una sola: la infidelidad comprobada de Desdémona con Cassio. No hay argumento que ella esgrima que infiltre un rayo de duda en el Moro. No hay apelación a la historia, a los recuerdos, a los acontecimientos recientes que logre conmover la determinación de Otelo. Así se tejió el malentendido, forzado en su constitución como hecho de lenguaje a partir de la malvada intencionalidad de un hombre herido en su narcisismo, dispuesto a llevar la reparación de sí mismo a través de una venganza finamente elaborada, día a día (5). ¿Cuándo y cómo se disuelve el malentendido? Siguiendo las reglas de la tragedia, cuando todo ha sido consumado. Sea el crimen, el suicidio, el arrancamiento de los ojos. Siempre será… después. Cuando Otelo dice, delante de quienes comparten la escena, que ha dado muerte a Desdémona y por qué lo ha hecho, Emilia aclara-le costará la vida- el desarrollo de los acontecimientos (6). Será tarde. La tragedia ha seguido su curso, hasta el final. La causa cesará de pulsar. La compasión inundará la escena. Hay un alivio que se confunde con la pena. Ya nadie sufre. El Mal pagará, la justicia pondrá en juego el castigo que considere conveniente. El malentendido cobró sus víctimas. Otelo llorando sobre Desdémona es Creonte con Hemon en los brazos, es Lear con Cordelia en los suyos, es Edipo siendo mirado por sus ojos ya fuera de sus orbitas.
¿Qué rasgo del malentendido así constituido, que derivación podríamos jerarquizar, además de ese destiempo que sí o sí lo constituye? (7) La certeza que toma posesión del sujeto. La certeza como respuesta del Otro. El fuera de juego de significantes en el Otro que den cuenta de su castración, en lo que podría haber sido un movimiento que llevara a un desenlace distinto de los mismos acontecimientos.


Sganarelle, o El cornudo imaginario ***


Si en Otelo seguimos las vicisitudes de un pañuelo, en esta comedia de Molière seguiremos las de un retrato. Un camafeo, un pequeño retrato instalado dentro de un broche. El retrato de un hombre joven, llamado Lelio. Este objeto será el desencadenante de una serie de malentendidos que harán de este texto una verdadera comedia de enredos.
El excesivo dominio paterno sobre las hijas es también el tema de comienzo de esta obra. Hay un padre que quiere casar a la hija con el hijo de un hombre de fortuna. La hija, en tanto, se ha prometido en secreto con Lelio, a la sazón fuera de París. (Recordemos que Desdémona y Otelo se han casado en secreto, en tanto Brabancio, el padre de la joven, tenía para ella otros horizontes).
La primera escena da cuenta de esa situación: Celia no acepta la proposición de su padre, y recibe en respuesta una admonición que la acongoja. Relata, en la segunda escena, este suceso a su doncella y, al quedar sola, sufre un desmayo. Sganarelle, que en ese momento pasa por ahí, digamos con la casualidad que asegure la trama a construir, la ve caer y la asiste. La escena transcurre en una plaza, en París. A ella dan los edificios los edificios que la circundan. En uno de ellos viven Sganarelle y su mujer. Esta, desde el balcón, ve el momento en el que Sganarelle se inclina sobre Celia para ayudarla, e interpreta infidelidad de parte de aquél. Deja su balcón para ir hacia la plaza, en tanto Sganarelle lleva a Celia hasta la casa de esta. Cuando la mujer de Sganarelle ve que se han ido, juntos, afirma su suposición. Encuentra el camafeo que guarda el retrato de Lelio, que se le ha caído a Celia, (como el pañuelo a Desdémona), en un descuido. Toma el camafeo y se lo lleva. El objeto que Lelio había dejado a Celia como prueba de amor ha sido recogido por una mujer que ha visto a su marido inclinarse sobre aquella e interpretado, ese movimiento, como una prueba visible de infidelidad. ¿Qué recorrido sigue el retrato? Digamos que, en el ínterin, la mujer de Sganarelle ha quedado impresionada por la belleza del joven “capturado” en el interior del camafeo. Cuando Sganarelle regresa a su casa, su mujer lo acusa de infiel en el mismo momento en el que él descubre el retrato en manos de ella. Furioso, interpreta infidelidad de parte de esta, le arranca el retrato y sale con él.
En tanto, Lelio ha regresado a París, alarmado por la noticia del posible casamiento de Celia con otro hombre. Lelio duda de que Celia y su padre hayan mantenido su promesa. Así llegamos a la escena octava, verdadero nudo de malentendidos alrededor del retrato: Sganarelle y Lelio. Aquél, que lleva en sus manos el retrato, no ve a éste (No se nos dice cómo llegó a sus manos, pero lo sospechamos: lo tenía la mujer…ahora lo tiene él). Lelio ve su retrato en manos de Sganarelle. La escena hasta aquí es sin palabras. Decir que Lelio ve su retrato en manos de Sganarelle es decir que lo hace por encima del hombro, como quien no mira, como quien pasa desapercibido en su acto de mirar. De inmediato interpreta: “Se lo dio ella”, por Celia. Esa interpretación le confirma la duda que traía respecto de Celia y de su padre. En tanto Lelio interpreta lo que interpreta, Sganarelle, mirando el retrato, se dice a sí mismo: “Ah, pobre Sganarelle! A qué suerte está condenada tu reputación! (El tema de la reputación vuelve más adelante. También es fuerte en Otelo) La escena continúa alrededor de un juego de apartes en los que se hilvana el malentendido: Sganarelle acentúa lo que ya había supuesto, y Lelio da vueltas sobre su primera interpretación: “Ella se lo dio”. Cuando los apartes terminan, hay un diálogo, convocado por Lelio: “Eh, por favor, una palabra”. Y Sganarelle descubre que Lelio es el mismo del retrato.

Lelio- ¿Quién te dio el retrato
Sganarelle-Mi mujer

O sea, Celia se ha casado con Sganarelle, según la lectura que Lelio hace de las palabras de Sganarelle a las que une la posesión del retrato en manos de este. Sus sospechas están confirmadas. Sganarelle deja la escena, convencido de que Lelio es el amante de su mujer, y Lelio, como Celia en la escena segunda, que ante el enojo paterno se desmaya, Lelio, ante la comprobación de la ruptura de promesa por parte de Celia, también se descompensa. ¿Quién lo ve? La mujer de Sganarelle, desde el mismo balcón que en la segunda escena viera a su marido socorriendo a Celia. Baja a ayudarlo, para lo cual lo lleva a su casa, sin juntar la persona de Lelio con el retrato del mismo.
La escena siguiente abre la dimensión de comedia hacia el espacio de la razón. El malentendido se arma de un lado y de otro, pero ya aparece alguien, en este caso un “pariente de la mujer de Sganarelle” que duda del desarrollo de los acontecimientos y de los efectos que se producen, y sospecha que algo debió ser malinterpretado, que en algún lugar hay una equivocación. Es decir, la comedia, abordando situaciones que evocan argumentalmente la tragedia (El padre dueño de la hija, la desobediencia de esta, un objeto que empieza a circular entre manos que interpretan lo que el objeto y su poseedor sugieren) las hace circular desde un tratamiento distinto del lenguaje, en el que el énfasis de la tragedia sobre la significación va dejando paso al lenguaje de la razón, una razón que, a propósito de los acontecimientos dice, en este caso, que hay un posible malentendido en la raíz de todo. El malentendido desliza hacia alguien que no sólo no contribuye a formarlo, sino que se ubica en posición de deshacerlo, hay alguien que a partir de un cierto momento desliza esa posibilidad. El público ríe, al mismo tiempo que accede al lugar desde el que los hechos pueden ser esclarecidos. Sganarelle está presente cuando el pariente de su mujer da su parecer, y concluye que “El tipo tiene razón”.O sea, la voz del Pariente dista de ser la voz de Yago. Y es como tal, como distinta, que Sganarelle puede escucharla. Pero la escena siguiente retrocede las cosas a su punto de partida: así como la mujer de Sganarelle ha visto a su marido con Celia, ahora Sganarelle ve a su mujer llevando en brazos a Lelio, a quién ha socorrido en su propia casa. La mujer deja a Lelio, ya recuperado, en la plaza, junto a Sganarelle.
La escena catorce vuelve a ofrecernos dos apartes: uno de Sganarelle y otro de Lelio. Este se dirige a aquél y, queriendo deshacerse de la cuestión, no hace sino tensar el malentendido: “Oh! Feliz vos en demasía por tener una mujer tan bella”. Y se va, deja la plaza y deja París…pero Celia, desde su ventana lo ve marcharse. Celia, que ignoraba que Lelio hubiera regresado a París…! Baja Celia a la plaza y, entre apartes, hay un diálogo entre Celia y Sganarelle. Celia pregunta a Sganarelle de dónde conoce a Lelio, y este le responde “que no es él quien lo conoce, sino su mujer”. Vuelve en Sganarelle el tema del robo de la reputación, para luego decir que Lelio lo ha hecho cornudo con su mujer. Celia interpreta entonces que “la desaparición de Lelio se debía a alguna felonía”, y ahora lo comprueba. En el diálogo (que no lo es tanto) hay un nuevo malentendido ya que Sganarelle cree que Celia está hablando de él, cuando en realidad está hablando de Lelio y de sí misma. La escena finaliza con Celia planeando una venganza.
La escena quince es un monólogo de Sganarelle, un monólogo digamos anti-Otelo: es el discurso de quien intenta una venganza que detiene por miedo, por aceptación de la situación; un discurso que desinfla el hecho y que culmina haciendo de la venganza el objeto de una curiosidad: el va a difundir que la mujer lo hace cornudo. Se llega así a la escena veinte, en la que, por intervención de la doncella de Celia, todo se aclara. Una vez más notamos que el núcleo de verdad que el malentendido ha distorsionado, hasta llevar a los protagonistas al deseo de venganza (Celia por su parte, Sganarelle por la suya) queda en manos de la doncella de Celia, así como en Otelo ha quedado en manos de Emilia y en Edipo Rey en manos de los pastores. (Decir algo en nota sobre esto, la verdad en manos de los más débiles, Juana de Arco, el síntoma del niño dando cuenta de alguna verdad reprimida en el discurso de los padres) Como el pañuelo sobre el final de Otelo, el retrato vuelve a aparecer en esta última escena, ya que ha sido el lugar de condensación de significaciones del malentendido.
En Otelo, la verdad llega tarde. En Sganarelle a tiempo para desenredar la trama. El final de la comedia alerta sobre los riesgos de la certeza. Dice Sganarelle: “La máxima apariencia puede dar al espíritu una creencia falsa. Acordaos bien de este ejemplo, y, aunque lo veáis todo, no creáis nunca nada”.
¿Qué vemos, entonces, en el tratamiento que la comedia nos ofrece sobre el malentendido, sobre el lenguaje? Que la significación no se petrifica. Que algo la hace circular, y que eso permite que el sujeto se desplace entre significantes y las significaciones que esos significantes, en su articulación, pueden producir.
Este movimiento genera, en principio, una suerte de efecto retroactivo y modificador de los hechos a partir de los cuales el malentendido se ha constituido. En “Sganarelle…”, un pariente de la mujer dice lo que dice, y abre un espacio que admite una lectura distinta de aquello que los sujetos en cuestión se ven llevados a enfatizar. Lo que se ofrece como verdad la misma estructura puede ponerlo entre paréntesis. El malentendido circula hasta que en un momento- no sin ayuda en el texto que citamos- se resuelve. Con la tragedia, dijimos, esto no sucede. Y el tiempo, ese minuto después, en el que llega alguien que hubiera podido aclarar la situación si hubiera estado en el momento justo, actúa estrechando al sujeto contra una verdad sin remedio. Sólo queda quitarse los ojos, clavarse una espada, llevar en brazos una hija asesinada o estrangular a una esposa inocente.
Ubicamos la diferencia entre la tragedia y la comedia en la posibilidad de que actúen, a favor del sujeto en determinados momentos, los significantes mayores de la estructura. Que la comedia tenga el desarrollo que tiene se debe, sin más, y Lacan nos lo señala, como leemos en el epígrafe, a la presencia del falo en el ejercicio de sus funciones articulado al Nombre del Padre: la castración, en tanto deja vacío el espacio para que los significantes se sustituyan unos a otros y las significaciones tengan la posibilidad de remisión de unas a otras. Y no hablamos de una deriva sin fin, que es otra cosa.
Hay un ejemplo en la dramaturgia contemporánea que Lacan toma en el Seminario “Las formaciones del inconsciente”: “El balcón”, la obra de Jean Genet. Lacan se aproxima al texto a propósito del masoquismo en tanto perversión. No le dedica demasiado análisis a la cuestión, pero rescata el aspecto irrisorio de aquél. Su énfasis se coloca en un personaje, el Jefe de Policía, único personaje que ninguno de los asiduos clientes al burdel intenta apropiarse para desarrollar a través de su máscara algún jueguito perverso. Sí lo hacen con el obispo, el general y el juez. Pero con el jefe de Policía, no. Es una máscara que nadie pide. Y el Jefe de Policía lo padece, no deja de preguntar si alguien ha pedido ese ropaje para desplegar una escena fantasmática, prostituta mediante. El desarrollo final de la pieza se centra en esta cuestión, dado que, a la luz de los cambios políticos habidos, (en el afuera soplan aires de revolución) el juez, el obispo y el general, (figuras apropiadas cada una de su escena), son requeridos por el Jefe de Policía para desempeñar esos cargos en la vida real. A él, en cambio, al Jefe de Policía, se le aconsejan cosas inauditas, tales como “aparecer bajo la forma de un falo gigante, un sexo mayúsculo”. Es decir, ser el falo en la exaltación del símbolo. Hasta que una de las pupilas destacadas del burdel entra en la habitación, manchada de sangre. Lo primero que dice es que las cosas “están volviendo a la normalidad”, que ha vuelto el primer cliente de esa nueva etapa, y, cuando se le pregunta por el motivo de esa sangre, en medio de las risas que provoca la supuesta desvirgación de una prostituta, ella cuenta, con resistencias, que un antiguo cliente, “un fontanero”, llegó al burdel y pidió disfrazarse de Jefe de Policía. Pidió los adminículos necesarios para hacerlo, incluso una peluca. Alegría de parte del Jefe de Policía que empieza a sentir que la vida hace justicia con él y cree que con eso el asunto está terminado, el ingresará a la galería de máscaras demandadas para poner en juego la perversión de que se trate. Lo que no tenía en cuenta el Jefe, es que la anécdota estaba inconclusa, y que para ser poseedor de una máscara era necesario un pasaje previo por la castración. Que es lo que continúa en el relato: dice Carmen- tal el nombre de la pupila- que el cliente, “después de hacer algo que no puedo decir, sacó un puñal de una de sus botas y me tiró a la cara la cosa con la cual, señor, ya no desvirgará a nadie”. La prostituta cae. Leemos la didascalia inmediata al final del relato de Carmen: “Mecánicamente el Jefe de Policía lleva la mano a su bragueta, toca muy claramente sus cojones y, tranquilizado, da un suspiro”. La respuesta del personaje no se hace esperar:

-(…) ¿Y nada más? ¿Y quizás se creerán que esto me va a asustar? Al revés, esta anécdota me divierte (Breve silencio) En cuanto a ese fontanero, hay que decir que no sabe jugar.

No sabe jugar, pero hace jugar. Hace máscara, hace juego. El símbolo al que el Jefe de Policía hace referencia, ese falo gigante, nos dice Lacan, pasa a la categoría de significante y hace que el Jefe se lleve las manos a los cojones a ver si los tiene o no los tiene. La castración lo toca, y eso es lo que le da a El Balcón no sólo el tono de comedia, ya que sus textos convocan la risa en más de una oportunidad, sino la estructura de aquella, en la medida en que ese último personaje, refractario más allá de sí mismo a la posibilidad de ser utilizado como máscara entra en esa categoría, con lo cual la obra abarca de manera más amplia el juego entre verdad y ficción tan necesario para que la comedia tenga su lugar y el malentendido… circule.
La tragedia no soporta la ficción. Edipo no tuvo complejo. La comedia no es sin ella.

Notas:
(*) Por supuesto que no sólo la literatura dramática, esa que por extensión suele llamarse “teatro”. El cine, la narrativa, toda estética que ofrezca el tiempo necesario para que una significación quede tomada en un “entre dos”, en tanto nombres del Otro y del sujeto.
1- Y no necesariamente porque en ella “se haya querido decir otra cosa que lo que fue dicho y escuchado”. Al analista no le está permitido volver sobre lo que ha dicho en un intento de rectificar el camino de lo que haya sido escuchado, y que si bien el analizante no soporta dicha interdicción, su rectificación (“quise decir otra cosa”) no borra las huellas de lo que no habría querido decir habiéndolo dicho.
2- En cuanto a la tragedia antigua, ¿qué podría decirse del malentendido en su estructura? ¿Acaso diríamos que en aquella el malentendido no tiene lugar? ¿Cómo afirmarlo, si se trata del lenguaje? En la tragedia antigua el malentendido transcurre, a nuestro criterio, por lo que los griegos llamaron hammartia, término de difícil traducción al castellano, que vendría a indicar una equivocación, un error trágico. Trágico por las consecuencias sobre el sujeto. Es a partir de esa hammartia que vemos a Creonte, desolado, llevando en brazos el cadáver de su hijo, Hemon. ¿Cuál fue su error? No haber escuchado ni a su hijo ni al Coro en sus advertencias. “Ese muchacho ha salido desesperado de aquí, y no es bueno eso en las personas jóvenes”, le ha dicho el Coro. Pero Creonte no escucha otra voz que no sea la de sí mismo. En la tragedia antigua el malentendido queda subsumido en la relevancia del destino: los dioses no son dialécticos, no consienten a la estructura del drama moderno. Argumentan una vez y con eso alcanza. El sujeto no tiene chances. Descubre siempre tarde la desgracia que provocó su determinación. Edipo que escapa de Corinto para huir del oráculo de Apolo y llega…a Tebas; Penteo que no reconoce a Dioniso en su entrada a Tebas y lo maltrata…La hammartia es ese exceso de determinación no dialectizable en la que el sujeto está comprometido hasta las tripas. Decir que la habita el malentendido es una lectura posible. Podríamos agregar el malentendido en tanto acción sostenida por un argumento que no encuentra eco en el Otro o, si lo encuentra, lo rechaza. En la tragedia, esa acción lo es para la muerte. Subrayamos el malentendido en tanto acción dado que no se han abierto, para el sujeto comprometido, opciones en la que el lenguaje deslizara alternativas posibles. En el film “Edipo rey”, de Pasolini, el director italiano acompaña a Edipo huyendo de Tebas hasta una encrucijada en las que hay flechas que indican distintas direcciones. Edipo se venda los ojos (Recurso llamativo para eludir el destino… en quién habrá de perderlos)
3-Sucede en lo política con los nombres del fascismo, el intento de una torre de Babel que llegue a destino. A la interpretación psicoanalítica le presenta el problema del grano de verdad que la constituye: que la verdad implique cierto grado de significación o que apunte, a través del humor, al fuera de sentido.
** Otelo, en Shakespeare, Obras completas; Ed. Aguilar, Madrid, 1960. Traducción Luis Astrana Marin.
4-La tragedia clásica, de la que Shakespeare es máximo exponente, se diferencia de la tragedia antigua- entre muchas cosas- en que el héroe soporta el conflicto cuya resolución habrá de determinar su acción. Pasa con Hamlet, no con Prometeo. Pasa con Macbeth, no con Ayax. Pasa con Otelo, no con Edipo. En este sentido resulta más apropiada la denominación “drama trágico”. La fuerza que condiciona el terreno trágico ha dejado de ser el designio de los dioses para ocupar un lugar en la intencionalidad de los hombres. Si en la tragedia antigua no hay más responsabilidad que la de aquellos que no soportan sus efectos- los dioses-, la tragedia clásica es rica en la expresión de los modos del Mal y sus agentes.
5- Bloom, Harold, Shakespeare. La invención de lo humano; Editorial Norma, Bogotá, 2001. Traducción de Tomás Segovia. Bloom le da al personaje de Yago, el carácter de una intensa creatividad. Lo considera el protagonista de la pieza, el único creativo de todos cuantos participan en ella. Esta actividad del Mal es un buen argumento que cuestione la banalidad que le afirma Hanna Arendt.
6-Subrayamos por un lado el valor del testigo ante el crimen, (en época de juicios por delitos de lesa humanidad en nuestro país) en su doble aspecto de valor personal y de presencia necesaria para llegar a la verdad de los hechos; por otro -siguiendo lo que Foucault señala en la segunda de sus conferencias en Río de Janeiro- el hecho de que quién aclare las cosas, quién se ocupe de llevar la verdad de los acontecimientos a la escena, sea la doncella de una señora, Emilia de Desdémona, alguien de un estrato social inferior a la de aquellos sobre quienes cae el nudo de los acontecimientos. Es el papel de los pastores en el advenimiento de la verdad sobre el final de “Edipo rey”. La tragedia es “Para Reyes”, como concluye Anouilh en su Antígona.
¿Por qué la verdad ocuparía ese lugar discursivo? Tal vez dando cuenta de la debilidad política de quien se anima a sostenerla. Es una verdad, la del testigo, la de quién estuvo ahí, que “no puede volver a entrar en la duda”, como dice Lacan en “La dirección de la cura y los principios de su poder” al referirse a los riesgos de la interpretación.
7-Hay un malentendido ocasional, destinado a reforzar el que la estructura está tejiendo en una escena del cuarto acto: Yago hablando con Cassio, sobre Blanca, amante de Cassio, y Otelo interpretando, fuera de escena, que las respuestas de Cassio se refieren a Desdémona. En la tragedia el malentendido abraza, aprieta, asfixia lo que teje.
*** Sganarelle o El cornudo imaginario; Moliere, Obras completas. M.Aguilar Editor; Madrid, 1945. Traducción Julio Gomez de la Serna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario