lunes, 12 de diciembre de 2011

Neva

por Jorge Palant

En el Ciclo de Teatro Chileno Contemporáneo que tuvo lugar en Buenos Aires (18,19,20/11), se presentó “Neva”, pieza teatral del dramaturgo y director chileno Guillermo Calderón.
El Neva es el río de San Petesburgo. Según la intensidad del viento que le llega del Oeste, acuna o inquieta la ciudad. En enero de 1905 sus aguas se tiñeron de sangre, la revolución rusa hacía su primer intento, impedido a costa de una brutal intervención de las fuerzas zaristas. La obra de Calderón se sitúa en esos días. Y transcurre en un teatro en el que tres actores ensayan “El jardín de los cerezos”, obra de Antón Chejov, el dramaturgo ruso muerto hacía seis meses. Uno de los personajes es Olga Knipper, reciente viuda de Chejov y actriz de sus obras en el Teatro de Arte de Moscú. El ensayo se interrumpe de a ratos por las manifestaciones de inquietud de los actores ante la espera infructuosa de los demás integrantes del elenco en tanto la ciudad está en llamas: afuera se mata y se muere; en el teatro, se ensaya Chejov. Lo que se nos ofrece desde un comienzo es esa división de espacios con realidades diferentes: un “adentro” en el que la ficción intenta sostener sus reglas, y el afuera que se introduce a través de referencias que hacen los mismos actores. El desarrollo de la obra habrá de enfatizar el contraste entre ambos espacios.
El “ensayo” repite esta secuencia: se alterna una ficción (la chejoviana) con la que se establece (como si no lo fuera) a partir de la relación entre los personajes, ya no del “Jardin de los cerezos” sino de lo que sucede entre ellos en tanto actores durante las interrupciones. Y lo que sucede es tan variado como inesperado: una escena sexual entre Olga Knipper y Aleko, el relato de una escena sexual entre Aleko y Masha (“No lo disfruté”, concluye ella), o el interés reiterado de Olga por representar la escena de la muerte de Chejov, para lo cual necesita de Aleko. El texto de Calderón hace escuchar un aire crítico que atraviesa la vida personal del dramaturgo, la relaciones matrimonial (ella no lo habría acompañado cuando su muerte, habría manifestado dolor sólo porque “él ya no podrá escribir para ella”, o el tono quejumbroso pero no dolorido con el que ensaya “lo que no puede lograr”). El mismo aire se respira cuando al reproducirse la escena (supuestamente biográfica) entre Antón y su hermana, ella concluye ante la manifestación de aquél del “deseo de casarse”, que bien podría “continuar masturbándose en el jardín”. El pedido reiterado de Olga a Aleko (“representa la muerte de Antón, tose como él”) se repite hasta que finalmente Aleko toma lugar de psicoanalista y le interpreta “que necesita representar tantas veces esa muerte porque no puede actuar tan bien como querría”. Masha, por su parte, ensaya mal su papel pero no se lamenta por eso, en tanto Olga la corrige provocando la risa del espectador. “El jardín de los cerezos” pasa a ser el nombre de un telón que palidece para albergar las vicisitudes de actores devenidos personajes de sí mismos, en tanto el afuera sigue siendo una referencia que de a poco se agudiza. Dice Masha “no tiene sentido esperar a nadie más, que todos a esas horas estarían muertos en las calles de San Petesburgo”. Hay un momento del texto en el que los actores (Olga y Aleko) insisten en una frase que es una invitación a hacer lo que en realidad hacen “Hagamos teatro”, “Tenemos que hacer teatro”, “Hagamos una obra que nos cure el alma”. El discurso a esta altura sería: “hacer teatro cura heridas del alma, la revolución es otra cosa”. Así circula el texto, entramando ficción chejoviana y una (aparente) realidad que no es otra cosa que una segunda ficción. Esa trama perfila a pasos definidos una imagen decadente del teatro y sus oficiantes mientras que la realidad transcurre “afuera” y agiganta su dimensión, en tanto no genera ni sugiere ficción alguna: ahí se juntarían la realidad y la verdad.
El texto da cuenta de ese primer intento revolucionario, lo comenta, salpica las ficciones, insistimos, decadentizándolas. Hay el recuerdo de los gusanos en la carne del Potemkin, y la calle empieza a cubrirse de heroísmo y gloria. De a poco Masha deja de participar en el ensayo, para encaminarse hacia deseos de muerte hacia nobles o militares, mientras Aleko y Olga han retomado fantasías amorosas que culminarán en un largo parlamento de Olga que no vacila en llamar “mi nuevo Antón” a Aleko. Como Gertrudis, la madre de Hamlet, esta Olga parece desconocer el duelo. Y así, con la escena dividida entre deseos tan distintos, Masha entonará una suerte de épica revolucionaria en la que abjura de las mentiras del teatro (“Así que se aman? ¿Se van a casar? ¿Así van a actuar mejor? La revolución se hizo para gente como ustedes, para poderlos quemar”) Digámoslo: no nos consta que la revolución se hiciera para quemar gente como Olga Knipper y Aleko (aún cuando haya podido suceder), pero el discurso de Masha parece propiciatorio de que algo así hubiera debido suceder, tal el contraste que termina por generar entre “las mentiras del teatro y las verdades revolucionarias”. Ese es el recorrido del texto, elección y caída de la obra de un Chejov envuelto en la decadencia moral de sus oficiantes. Afuera, en la calle, repetimos, la verdad. Así escuchada, “Neva” es una obra que se invocan deseos radicales. Chile supo del Mapocho teñido de sangre, como Argentina el Río de la Plata. San Petesburgo 1905 sugiere el pretexto para contar una historia. “Que nadie se distraiga en satisfacciones burguesas mientras afuera hay quienes dan la vida por una vida sin pobres y sin hambre”.
Nos preguntamos si hacía falta denostar a Chejov, estigmatizar de burgués su teatro, su matrimonio, su torpe biografía. ¿No hubiera bastado para llegar al lugar al que se llegó que “El jardín de los cerezos” fuera una representación hecha durante una cena en casa de alguien de la (alta) burguesía? ¿Era necesario que Masha se inflamara de revolución sobre la carne estupidizada de su teatro, una impensada (suponemos) equivalencia con los gusanos en la carne del Potemkin? Su monólogo final no deja de parecernos un exabrupto en la estructura de la obra, aún cuando sea fiel a la lógica binaria sobre la que se construye. (“¿Cuánto rato se puede hablar de amor? Me dan ganas de vomitar. (…) Afuera hay un domingo sangriento, la gente se está muriendo de hambre en la calle y tú (por Olga) quieres hacer una obra de teatro. La historia pasa como un fantasma, va a haber una revolución, ¿y quién es tan imbécil para encerrarse en una sala de teatro para sufrir por amor y por la muerte? Me da vergüenza ser actriz. Es tan egoísta, es una trampa burguesa, un basurero, un establo de yeguas. (…) ¿Quieren hacer una obra de teatro? ¿Cuántas veces se puede decir te amo y no te amo? Me cansé. ¿Cuántas veces se puede llorar y clamar verdad en el escenario? ¿Y ser más reales y encontrar nuevos símbolos? Esto ya no es el siglo XlX, ahora el capitalismo tiene máquinas. Me dan asco. Podría partir por quemar este teatro, me gustaría verlo arder y con él la arrogancia de la vanidad. Odio el amor del teatro, sus gestos falsos, su clase, su sorna, sus pretensiones. Me ahoga, Olga… ¿Quieren hacer que algo sea de verdad? Salgan a la calle y vean la fuerza simple de la violencia política, el fin del régimen”). El monólogo se extiende en una creciente espiral de énfasis.
¿Habremos tratado de limpiar la herencia chejoviana, quitarla del estercolero en el que la sumerge el discurso de Masha? Esperemos que no, la sabemos una herencia que aprendió a cuidarse a sí misma.
En cuanto a la ironía desde la ficción sobre las satisfacciones de la alta burguesía o la aristocracia, evocamos “Perlas y cicatrices”, la pasión radiofónica del chileno Pedro Lemebel. Y también a Paco Urondo que, por fuera de la ficción, afirmara en frases ya sedimentadas en su circulación colectiva que “el fusil consigue lo que las palabras no”. Eso sí, no banalizó ni denigró las palabras que hasta ese entonces hacían de él sólo un poeta, un dramaturgo, un crítico. Arriesgó su vida y la perdió. Masha, aún siendo un personaje de ficción exasperado en su intento de parecer real…no arriesga nada. Sólo sugiere. Incita. Subraya verdades satisfaciéndose con su denuncia.
Damos una vuelta más sobre su monólogo: en el texto termina así: “(a Olga y Aleko) Váyanse a su casa o trabajen como todo el mundo. Ojalá que el teatro muera con ustedes. En el futuro, cuando el mundo se acabe, sólo va a haber películas y la pantalla nos va a hacer llorar como gallinas, como Olga Knipper. “No te mueras. Antón, no te mueras mi escritor, escríbeme unas últimas palabras”. Ahí el texto escribe: “Final”. O sea, Masha no se precipita hacia la calle en la que dice estar la verdadera vida. Sólo recita. Y dedica su última frase a denigrar éticamente a Olga, al mismo tiempo que no deja de decir que “cuando el mundo se acabe”, Olga Knipper (Chejov) va a seguir haciendo llorar a la gente. En eso tuvo razón, es más que probable “que cuando el mundo se acabe” la gente recuerde a Chejov. Y por mucho más que una invitación al llanto.
Un merecidísimo párrafo para los actores y la dirección del propio Calderon. Un trabajo de primer nivel, en una tarima cuadrada de más o menos tres metros de lado iluminada por un solo foco puesto a ras del suelo que los actores orientan con sus manos.

Ficha técnica
NEVA , de Guillermo Calderon

Elenco
Paula Zuñiga
Trinidad González
Jorge Becker
Música: José T. González
Escenografía: Pilar Landerretche, Jesús González
Vestuario: Jorge “Chino” González
Dirección: Guillermo Calderon

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